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Tres tristes cuentos

Ricardo García

Ediciones ElOtroCuarto

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TRES TRISTES CUENTOS
© Ricardo García Ramírez

Inscripción Registro de
Propiedad Intelectual N° 211.795
I.S.B.N. N° 978-956-345-820-6

De esta edición:
Colección Ediciones Renovables
Editorial ElOtroCuarto
Fono: +56 9 8367 9862

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE
1° edición, diciembre del 2011, Editorial ElOtroCuarto

Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile
y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

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Tres tristes cuentos

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“Un lento amanecer traspasado de frío,
festín de mariposas y marisabidillas”.

(Del libro “La Sombra de tu Luz”)
Ricardo García

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LA PUERTA

Nada habría sucedido de no mediar la coquetería femenina y el “Otelo” que todo hombre verdaderamente enamorado lleva siempre dentro del pecho.

Al principio era un amor puro y sencillo el que nos teníamos; pero cuando ella descubrió mi punto débil, el de los celos, y se dio cuenta que entre los compañeros tenía muchos admiradores, prontos a rendirse a sus pies, comenzó a usar sus encantos para atormentarme. ¿Con qué fin? Eso nunca lo he sabido. Cada instante, yo sentía que me amaba menos. Tardé en advertirlo, no lo negaré, y cuando me di cuenta, comencé a sufrir y a sentirme muy solo. Pasaba los días caminando sin rumbo por las calles del barrio, perdido como un náufrago. Al atardecer, encaminaba mis pasos al liceo nocturno, y ahí la encontraba. Cada noche, su rostro, su sonrisa, me ofrecían nuevos y variados matices, desconocidos hasta entonces, y que daban base a los sueños de amor y amargura que llenaban mi cabeza en larguísimos insomnios.

A ella no le molestaba mi compañía. Por el contrario, pienso que le agradaba tenerme siempre cerca, para verme sufrir. Se portaba indiferente, ignorándome lo más posible. Yo sufría y apretaba los dientes de rabia, y ella sonreía, coqueta. De regreso a mi casa, me pasaba la noche despierto, hablando solo y dándome vueltas en la cama. ¿Por qué se portaba así conmigo? ¿Acaso había sido yo malo con ella? Tenía que aclarar esta situación de una vez y para siempre. ¡Sí, eso haría a la noche siguiente! Durante algunos minutos soñaba discurriendo qué le diría. Las palabras brotaban en mi mente, una tras otra, con una facilidad que aún me sorprende. Pero muy luego comenzaba a sentirme horriblemente solo, indefenso, me invadía una depresión tan grande… ¡No era capaz! Ya ni siquiera podía mirarla de frente cuando sus ojos verdes, algo descoloridos, se clavaban con insistente crueldad en mi rostro. En ese instante, yo sentía el mismo terror, la misma angustia que ahora me sofoca. Deseos de escapar no sé a donde.

Así, en las noches, miles de ideas y escenas cruzaban por mi mente afiebrada. Cuando cansado de soñar, lograba dormir un rato, no faltaban pesadillas que me hicieran —igual que ahora—despertar gimiendo y tiritando como un perro friolento. Un perro, eso era yo para Claudia. Y eso es todo hombre enamorado ante la mujer que no lo ama. Un perro que mendiga afecto, brinca, mueve el rabo, o se echa humillado a sus pies; pero que nunca deja de amar con la misma fuerza, con la misma ternura.

Mas, yo no estaba enfermo, como decía mi madre. Me sentía bien; incluso, animoso. Y si me mantenía en esa extraña actitud, reconcentrado, meditabundo, una mañana entera sentado al sol, no era porque estuviera enfermo, sino porque en mi mente luchaban dos ideas inmensas, definitivas, que tenían relación directa con mi conciencia. ¡Y yo contemplaba esta lucha! Esto se advertía sólo en algún suspiro profundo, o en un leve temblor de mis manos.

Sólo dos ideas: ser un miserable perro y dejarme patear, gemir moviendo la colita, o ser un tigre, saltar furioso y matar.

¡Matar! ¡Matar! ¡Oh, Dios, líbrame ya de la palabra maldita! ¡Matar! No había caso. Era la única salida.

La ocasión se presentó inesperada: uno de los cursos programó una excursión para un fin de semana, y aquella noche se presentó un delegado en nuestra clase para invitarnos. Claudia ya no se sentaba conmigo, sino en la fila siguiente.

—A mí no me dan permiso para ir sola —dijo en voz alta, y me miró significativamente. Yo, como siempre, obedecí su mudo mandato.

—¿Inscribámonos? Yo te conseguiré permiso de tu mamá —le dije.

Por la confianza y estimación de su madre por la mía, el permiso era seguro. Yo estaba feliz, porque creí que ese sería un nuevo comienzo; el regreso del amor, más fuerte y definitivo.

* * *

Muy temprano salimos de nuestras casas a reunirnos con el grupo. Me sentía contento. Pensaba que ese debía ser para mí un día feliz. No me importó, incluso, cargar todas sus cosas. Pero ya en la estación del microbús comencé a darme cuenta que Claudia se había burlado una vez más de mí. Aun así, yo no estaba completamente decidido, ni sabía cómo hacerlo. Además, yo ni siquiera sospechaba que había “otro”: era Gustavo.

—Viene Gustavo —dijo Claudia—. ¿Hola, Gustavito? ¡Qué tarde llegas! Ya falta poco para que den la salida. Ebdulio, coloca mis cosas en el micro. Iremos a comprar. Volvemos luego.

“¡Maldita sea! —rugí en mi mente—. Me tiene de peón. ¿Por qué diablos, carajo, me pusieron este nombre tan ridículo? ¡Ebdulio! ¿Por qué no me pusieron “idiota”, mejor? Sube mis cosas… Iremos a comprar… ¡Poco más y ofrece traerme un hueso carnudo! Esto me lo pagará tarde o temprano. Y ese pije de mierda… Me mira de una manera… ¿Qué se habrá figurado?”

El viaje fue una penosa guerra de nervios. Inútilmente traté de mantener la calma.

Ella conocía muy bien el poder que ejercía sobre mí y, con esa base, no hacía sino golpear y golpear sobre mis sentimientos. Cada vez más despiadadamente, con perversa alegría, dándome celos, haciéndome notar en cada cosa que me tenía de lado, haciéndome sentir tonto e insignificante.

Yo no sabía qué actitud asumir. Primero me desconcertaba, para luego, progresivamente, ir malhumorándome, hasta terminar revolviendo furioso las ideas en mi cerebro. Cuando a simple vista se notaba que yo no podía aguantar más, ella me hablaba o sonreía; en fin, cualquier cosa que por engaño me impulsara a seguir en la lucha o me animara a continuar soportando los desprecios, todas las humillaciones.

Volvieron segundos antes de que partiera el vehículo. Venían tomados de la mano, fumando, sonrientes. Subieron y avanzaron por el pasillo hasta donde yo estaba.

—Siéntate acá ¿quieres? —me pidió Claudia.

No pude negarme. Al pasar ella hacia el asiento que yo abandonaba, sentí restregarse contra mí su cuerpo perfumado, su pelo rubio cruzó mi rostro ahogándome. Cerré los ojos para contener un suspiro que ya escapaba incontenible de mi pecho. Me zumbaron los oídos, y ya no supe más de nada.

Quedaron sentados delante de mí. Traté de hacerme el dormido; pero ellos conversaban, reían, y de vez en cuando escuchaba nítidamente el horrible chasquido de un beso.

Me sentía muy solo, muy triste. Los compañeros comenzaron a cantar y pronto integré el grupo. Yo tenía buena voz y me dejaron cantar solo. Iván Pablo, de mi curso, me acompañaba con su guitarra, aunque los barquinazos del micro lo hacían equivocarse a cada instante.

“Ojos verdes, verdes como la albahaca,
verdes como el trigo verde,
verdes, muy verde limón…”

Claudia se volvió. Nuestras miradas se encontraron. Mi voz era un lamento, una súplica, y yo le cantaba a ella. La miré con tristeza. Todos sabían lo que cruzaba por mi corazón en ese instante. Al fondo de sus pupilas noté también cierta ternura, como si sus sentimientos y los míos fueran afines; pero, de pronto, hizo un mohín, una sonrisa burlesca y reclinó la cabeza en el hombro de su nuevo amigo. Me callé. No pude continuar. Tuve miedo de que me traicionaran los sollozos.

De un manotazo arrebaté a un condiscípulo la botella y bebí un gran trago; luego, la pasé a otro, mientras me reventaba tosiendo.

Por efecto del licor, me puse sombrío. Me hundí en el asiento y fingí dormir.

Finalmente, el microbús nos dejó en la parada, en donde esperamos casi una hora el pequeño tren local.

Claudia me pidió que le ayudara a bajar su enorme bolso relleno de cosas. Sobrado, lo tomé de manos de Gustavito, que apenas se lo podía, y lo dejé junto a los demás bultos.

Como teníamos bastante tiempo disponible, nuestros compañeros de excursión se habían diseminado por los alrededores a curiosear y coger moras. Me retiré algunos metros a contemplar el paisaje, llenar mis pulmones de aire puro, en un afán por eliminar de mi cabeza los efectos del alcohol. Poco a poco nacía una gran calma dentro de mi pecho.

Entonces fue que ella comenzó de nuevo a llamar mi atención: reía fortísimo, mientras Gustavo la perseguía, la pillaba, apretándola con manos ávidas.

—¡Ebdulio, socorro! —gritaba, ahogada en risa, la impúdica.

Se tiraron agua en un estanque, salpicándome. Ansiaba pegarle al famoso Gustavito, y ya tenía el ceño duro y los puños apretados, cuando Claudia se acercó a mí.

Así sucedía cada vez que yo estaba a punto de estallar. Volvía a desconcertarme, y ella aprovechaba ese segundo, fatal para mí, acercándose con parsimonia (la misma cruel parsimonia con que la pantera acecha al animal herido) hasta que su cara casi me tocaba. ¡La tenía frente a mí y no era capaz de besarla! Su aliento cálido, fragante, me pegaba en los labios, incitándome. Sus ojos verdes, duros y fríos, clavados impertinentes en mi rostro, me cohibían, obligándome a bajar la mirada, avergonzado. Ella reía. Entonces, un decaimiento se apoderaba de todo mi cuerpo, el coraje se iba a los últimos estratos de mi organismo y un cosquilleo me bajaba por los riñones; luego, subía por el estómago para llegar a apretarme la garganta y los párpados con su garra. Ya no pensaba sino en huir, como único remedio para que el corazón no se me arrancara.

Esto ocurrió tantas veces y en circunstancias tan especiales que —ahora me doy cuenta— ya no eran el odio ni la pasión los que me impulsaban. No era tampoco la venganza sino, más bien, el miedo a enfrentar esas humillaciones. Lo peor era que ella se daba cuenta del inmenso poder que ejercía sobre mí, y yo en sus manos no era más que un pobre perrillo.

* * *

El trencito en que nos embarcamos era viejísimo, todo de madera, y se deslizaba gimiendo en cada bache, sobre una vía de trocha angosta. En el vagón, mis compañeros llevaban una algazara terrible: reían, gritaban contando chistes obscenos, bebiendo licor y fumando. Los profesores que nos acompañaban, formaban un grupo aparte, enfrascados en una charla al parecer muy altruista. El humo de cigarrillos oscurecía el ambiente.

De modo que, después de aceptar un par de sorbos de licor, me senté en el último asiento del vagón, cerca de la puerta. Saqué un libro, y con él en mis manos, para dar la impresión de estar haciendo algo intelectual, me fui mirando el paisaje por la ventana. Al cabo de una hora llegamos a una pequeña estación. Aquí aprovechamos de tomarnos unas bebidas, aprovisionarnos de cigarrillos, y otras cosas necesarias. Luego, caminamos cuatro o cinco kilómetros, atravesamos un puente colgante sobre las aguas azulosas de un río.

Mientras caminábamos, sentía que la soledad de esos parajes y la amargura avivaban el fuego que ardía en mi corazón. ¿Cómo podía yo ser bueno y noble y puro si el odio no dejaba espacio libre en mi cerebro?

Acampamos entre dos cerros, a pocos kilómetros del pueblo, junto a un estero. El agua cristalina corría mansamente rizada por la brisa, dejando ver pequeños peces, que se escabullían nerviosos entre las hierbas de la orilla.

—¿Qué miras? —me preguntó Claudia, acercándose.

—Hay peces… ¿Los ves? ¡Allí va uno!

—Verdad… hay peces… ¡Gustavo, mira, hay pececitos! ¡Qué lindos!

—Son lindos… —asentí, como si a mí me hubiera preguntado—. ¡Quién fuera un pez! —suspiré, comprendiendo de inmediato que había dicho una tontería.

—¡Un pez con figura de rana! —satirizó ella, y se echó a reír en el hombro de Gustavo.

* * *

Hacia el atardecer, acorralado por mis jóvenes verdugos, decidí explorar uno de los cerros. Deseaba estar solo. No escuchar las bromas imbéciles de mis condiscípulos y, sobre todo, no ver a Claudia compartiendo con ese petulante lo que en verdad a mí me correspondía.

Cuando me alejaba, ella me llamó una y otra vez; pero seguí caminando, sin mirar atrás.

Como pude, escalé hasta la cima. Una vez allí, me dediqué largo rato a contemplar el paisaje. El horizonte cuajado de nubes doradas por el sol del atardecer, con tintes rosados y celestes, era un espectáculo grandioso, una proyección hacia el infinito. Era una obra de arte, un cuadro, una sinfonía, era la creación del Altísimo puesta ante mis ojos profanos. Todo eso me hacía sentir tan insignificante y, al mismo tiempo, erguido sobre el farallón con las piernas abiertas y los brazos cruzados sobre el pecho me sentía un gigante, amo de cuanto me rodeaba.

Una calma desconocida hasta entonces, se había apoderado de mí. Permanecí largo rato paseando de un lado a otro, hasta que algo llamó mi atención, algo que me hizo estremecer como si una mano helada me hubiera apretado la nuca. Con los ojos cerrados traté de apartar mis pensamientos de idea tan horrible; pero fue inútil. La venganza me había cogido entre sus redes y estaba obligado a seguir su designio hasta el final. Aún resonaban en mis oídos y, lo que era mucho peor, en mi corazón, la risa despreciativa de Claudia, sus palabras, y las estupideces de mis compañeros.

Abrí los ojos y la contemplé. Ahí estaba, inmóvil, como segundos antes, esperando que pusiera en marcha mi decisión. Esa era la oportunidad precisa y no debía yo desperdiciarla.

Por uno de los costados, el cerro caía cortado a pico sobre un abismo de unos cien metros. Justo en el borde, sobresalía una roca semejante a una plataforma. Yo tenía la absoluta certeza que la porfiada Claudia querría sentarse en esa “butaca” a contemplar la caída del sol. Pero yo esperaba otra caída, menos romántica; pero que excitaba igual o más mi corazón.

Debo confesar que me sentía absolutamente sereno. En unos minutos preparé todo lo necesario. Ayudándome con un palo me di a la tarea de quitar algunas rocas que servían de apoyo, de manera que pareciera firme, pero fácil de caer bajo el peso de dos personas. No dejé ningún rastro que pudiera comprometerme. Luego, me alejé un trecho conveniente, simulando contemplar el paisaje y secándome la transpiración, que me corría por la cara. Al poco rato, por un estrecho badén y escalando a duras penas, llegó un grupo de compañeros, entre los que venían “ellos”.

Durante algunos segundos quedé paralizado por el miedo. Después, un espantoso nerviosismo comenzó a hacer flaquear mi voluntad. El temor agarrotaba todos mis músculos y el corazón me latía tan fuerte y rápido que, pensé, se pararía de pronto, como un reloj.

Alguien me pasó una botella, haciéndome bromas de verme tan pálido. Bebí un trago y de inmediato sentí que el licor recorría todo mi cuerpo, reconfortándome. Di un profundo suspiro. Recobré la serenidad.

—Se ve lindo el valle ¿cierto? —dije insinuante a Claudia, y se lo indiqué estirando los labios. Ella se percató de la roca—. ¿Vas a mirar el atardecer sentada? Y… ¿si te caes? —le provoqué, dando cierta entonación a mis palabras.

Me miró sorprendida. En el fondo de su cerebro trataba de explicarse mi actitud desenfadada. O quizás, comprendía que esta vez era yo quien manejaba la situación. Entonces me acerqué a ella y la miré fijamente a los ojos, con una serenidad que ni yo mismo creí tener; los párpados un poquito entrecerrados, a fin de expresar la mayor ironía posible. Mis labios se curvaban en una imperceptible sonrisa que, al mismo tiempo, era sutilmente burlesca. Eran una insolencia y un desafío insoportables para ella. Yo bien sabía esto.

—Da miedo… ¿cierto? —insistí.

—¿Miedo? —dijo, y miró la roca—. ¡Yo no tengo miedo a nada ni a nadie!... ¡Gustavo, ven, sentémonos aquí!

—Es muy peligroso… —respondió, cortado, el pobre muchacho.

—Es demasiado peligroso, diría yo… —dije, y miré a ambos burlonamente.

Claudia estaba furiosa. Sabía que era un reto, un duelo entre ella y yo. Lo que le resultaba más inaceptable era ver que, por primera vez, me atrevía a enfrentarla.

—Mejor no se sienten… Puede aflojar la roca —les advertí. Pero en la más grande lucidez de mi cerebro, en plena posesión de mis nervios y con la mayor serenidad, no hacía sino avivar el fuego que había de consumirlos. Conocía muy bien el carácter rebelde de Claudia y su desprecio por mí era tan evidente, que no podía hacerme caso. Y no lo hizo.

—¡Ven! —le ordenó a Gustavo, y lo tiró enérgicamente de la mano. Contuve la respiración cuando ella se sentó. Y la roca no caía… ¡No caía!... Jamás creí que algunos segundos pudieran ser tan monstruosamente largos. Pero ahora sí lo sé. Yo sé bien que el tiempo se detiene a veces para atormentarnos. Nada hay más terrible que el tic tac de un reloj en la soledad de la medianoche, y el tic tac es una mano diabólicamente traviesa, que pulsa los nervios como las cuerdas de un arpa. Así tan largos sentía yo esos segundos. Y la roca no caía. Bebí un sorbo de la botella. Otro muchacho fue a sentarse junto a ellos, haciendo bromas. Y pese a todo… ¡la roca no caía!

Por un momento me alegré. Y cuando Claudia me pidió con una inesperada dulzura que le pasara la botella, tuve la sincera intención de contarles toda la verdad y salvarlos. Entonces llegó el momento maldito: sólo apoyé mi mano, sin darme cuenta, contra la roca, que se desprendió y cayó con ruido de terremoto. Dos recias manos me tiraron hacia atrás; de modo que sólo escuché el aullido de terror de mis compañeros y el estrépito de las rocas destrozándose contra los bordes del murallón. Largos minutos quedé tirado sobre el pasto. No recuerdo exactamente qué sucedió. Sé que bebí con ansia, reí, y luego lloré a gritos, luchando por asomarme al borde del abismo. Grité a todo pulmón que yo era el único culpable y nadie me creyó nada. En la estación del ferrocarril porfié por acompañar a los carabineros y a los profesores, que salían en busca de las víctimas. Alguien, cansado de mi borrachera, me dio un puñetazo en pleno rostro y semi aturdido hice todo el viaje de regreso.

* * *

Allí terminó todo.

Allí creí que terminaría todo.

Pero no.

Fue antes de una semana que comencé a sufrir esta horrible pesadilla: Claudia se aparece desnuda en mis sueños, camina lentamente, mirándome con sus ojos muy abiertos; de sus senos brotan dos chorros de sangre que se deslizan por su cuerpo, forman un charco en el piso y se extiende interminablemente hasta ir cubriendo todas las cosas. Veo como la sangre, silenciosa, sobrepasa el borde de mi cama. Quiero despertar, gritar, manotear; pero, es inútil. No puedo moverme. Y la sangre sigue subiendo con un oleaje pesado y repugnante, hasta cubrirme. Contengo la respiración. Los oídos me zumban como si fueran a estallar, y me ahogo. Hasta que ¡por fin!, con un gemido desesperado abro los ojos.

Así, en la medianoche despierto aterrado, sudando como un animal. En la soledad de mi cuarto siento un miedo tan terrible, que me obliga a aguzar los sentidos. Largo rato escudriño las sombras con mis ojos muy abiertos, jadeando, escuchando el espantoso silencio que aumenta cada ruido, el tenue rumor de las maderas bajo los pies desnudos de quienes se acercan hasta hacer crujir mi puerta como si la empujaran. Luego, un viento gélido penetra en la habitación por los resquicios. ¡Son ellos! ¡Lo sé! Rondan junto a mí, presiento sus cuerpos helados, nauseabundos, tras la hoja de madera. Pero esta vez no podrán aterrorizarme. ¡Cruzaré la puerta! ¡Los atropellaré! ¡Huiré lejos! ¡Lejos! ¡No debo dormirme! ¡Escuchen… son ellos! ¡Se detienen junto a mi puerta!... ¡Vienen a buscarme! ¡Tengo miedo! ¡Debo ser fuerte! ¡Debo tener valor!

¡Cruzaré la puerta!

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RETRATO DE MUCHACHA SERIA

Noche cerrada. Los truenos estremecían la ciudad, para luego desgranarse como un lamento en la distancia. Los relámpagos iluminaban todos los rincones y esto producía en Rafael una soledad tan grande, que algo le desgarraba la garganta. Hubiera deseado que Claudio llegara en ese mismo instante, si no fuera porque, a la vez, temía ese encuentro, después de tanto tiempo. Entretanto, se mandaba unos whiskys al seco, procurando arrojar ese desasosiego insoportable.

La electricidad se cortó temprano. Su pequeño departamento, enclavado igual que un nicho en medio de la cuadra, estaba iluminado por el fuego de la chimenea y las velas insertas en dos botellas a ambos lados de la pintura que Claudio le enviara durante la tarde, con el recado que vendría en la noche para conversar sobre el asunto.

La habitación se iluminó de pronto con el reflejo vivísimo de un relámpago que, por un segundo, permitió ver el contorno de los muebles, a la vez que multiplicaba su espectro en el gran espejo biselado del ropero.

Entonces, Rafael contempló el vaso a contraluz de las velas y el brillo ambarino del licor le produjo una secreta alegría. Paladeó un sorbo y, luego de tragarlo, aspiró con voluptuosidad, sintiendo como el espíritu del alcohol embriagaba dulcemente todos sus sentidos.

“Claudio llegará lejos”, pensó en voz alta.

Fue hacia la ventana, donde, luego de limpiar con la mano el vaho de su aliento sobre el vidrio, contempló en silencio la calle solitaria.

“Claudio llegará lejos, tiene mucho talento —repitió—. Aunque últimamente se ha desviado de su estilo y pinta cosas que no entiendo. Pero… ¿hay algo que entender en arte? Basta con sentirlo, creo. Aun así, me gustaría mucho saber qué significa este mamarracho que me ha dejado hoy. Me produce una cierta excitación, no hay duda. No me atrevo a preguntarle. Ojalá se emborrache y me lo diga. Pero si se emborracha le dará por analizar sus pocos éxitos, sus muchos fracasos, reprochará mis consejos (los consejos de uno que no es pintor y que no sirve para nada), refutará mis opiniones halagüeñas sobre su pintura y me insultará y maldecirá cien veces para, finalmente, irse disgustado. Así ocurre siempre. Mañana vendrá a pedir perdón y a invitarme al taller. Allí estarán los otros en la ratonera, la cabeza llena de pájaros, sin un centavo, con sed, con hambre, con muchos deseos de hablar. Algunos estarán pintando, drogados, presas fáciles de las más ardientes ilusiones y, sin embargo, convencidos en el fondo de su corazón que es inútil, que nadie los va a conocer, que su batalla está perdida; pero siempre dispuestos a seguir, conscientes del juego que viven. Cualquier día alguno seguirá los pasos de Ramón Almarza, que se cortó las venas una madrugada sentado en un tarro basurero de la calle, y tendremos que ir a su triste funeral. De regreso, me emborracharé encerrado en mi departamento, igual que siempre. Claudio llorará y maldecirá. Los otros pintarán la amargura de comprender sus existencias vacías, sin futuro. “Arriesgado es vivir”, dijo un día Ramón Almarza, y tenía razón; pero fue demasiado clemente al definir así a la vida. Es necesario ser un héroe para vivir, y yo no tengo fuerzas, ni tampoco los muchachos. Quizás sea por eso que nos dejamos llevar como troncos en un río de aguas podridas”.

Afuera, el viento encabritado avasallaba todo a su paso. Un trueno lo sacó de sus pensamientos. Abrió la ventana y se asomó, dejando que la lluvia lo empapara. Los relámpagos tejían filigranas contra la negrura del cielo y dejaban ver la calle solitaria, los grandes árboles que humillaban su ramaje al paso del ventarrón. Cerró de golpe la ventana, como si con ese gesto quisiera dejar fuera aquella soledad y separarla de esta otra soledad, que era privada, ineludiblemente suya. Se pasó las manos por el pelo y el rostro, escurriendo el agua entre sus dedos. En ese instante, sus ojos tropezaron con la pintura de Claudio sobre la mesita, y las velas colocadas a ambos lados como un ritual misterioso. A lo lejos, un perro comenzó a ladrar. Se oía tan solitario en medio de la lluvia, que Rafael sintió un estremecimiento recorrerle todo el cuerpo: tenía miedo. Un miedo que era la suma de todos los temores que componían su existencia: el trabajo, el dinero, la vejez, el fuego de la chimenea ardiendo silencioso en el ambiente inquietante de la habitación, la muchacha que imponía su presencia emergiendo desde las sombras de la pintura. Un miedo sutil, metido en lo profundo de su alma. Y ahora, como si despertara de pronto a otra realidad, sentía que mil ojos lo observaban desde los rincones oscuros, muchas manos se tendían ávidas hacia él, luchando por traspasar un velo invisible, que por un instante le pareció casi palpable, y arrastrarlo a una dimensión desconocida. De modo que se mandó otro trago para darse ánimo. Y en verdad pudo dárselo, porque de inmediato sacudió esos negros pensamientos y fue hacia la pintura, mirándola desafiante.

Era el retrato de una muchacha pálida, seria, de cabellos largos y grandes ojos negros, fijos, saturados de una tristeza tal, que de nuevo sintió Rafael un nudo en la garganta. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pues no podía apartarlos de esas pupilas que lo taladraban. Además, al moverse dulcemente la llama de las velas, daba la impresión que en la pintura se producía un imperceptible movimiento, como si ese rostro tuviera vida propia.

Con un esfuerzo apartó la mirada y caminó hacia el espejo del ropero. Desde el otro lado del azogue se acercó Rafael al encuentro de sí mismo. Ahora, frente a frente, sus ojos recorrieron las arrugas de su rostro, su cabello ceniciento. En lo íntimo de su ser experimentó dolor y tristeza: ahí estaban sus setenta años vacíos, solos, cargados de anhelos y frustraciones, los inviernos pasados de cine en cine, de bar en bar, las prostitutas que habían compartido su pequeño departamento, su pequeño mundo. Ahí estaba su vida sin sentido, su futuro sin esperanzas.

De repente, por encima de su hombro, sus ojos se encontraron con la pintura que lo miraba desde el interior del espejo, y su corazón se agitó violentamente: la muchacha sonreía, mostrando los dientes blancos, parejos, y un brillo maligno que se desprendía de sus pupilas negras. Por instinto, levantó Rafael sus manos abiertas, como tratando de protegerse de un peligro que vanamente trataba de comprender. Su corazón latía alocado. Un ruido sordo, como el redoble de un tambor, le retumbaba en los oídos. Apretó los párpados, y así permaneció un par de segundos, conteniendo la respiración, con el íntimo deseo de aclarar sus pensamientos. Abrió los ojos y volvió a ver la imagen de su habitación: los trazos duros de los muebles que se recortaban contra la claridad de la chimenea, su cuerpo, que permanecía con las manos colgando, sin vida, y ese brillo afiebrado, enrojecido, que se apoderaba de sus ojos claros cuando bebía. Miró otra vez el retrato a través del espejo; pero la muchacha se veía de nuevo seria.

“Estoy borracho perdido —pensó—. Todo esto no es posible. Claudio se reirá cuando se lo cuente. Ojalá llegue pronto. Necesito un trago; de lo contrario me volveré loco. Y esa muchacha… me produce un escalofrío cada vez que la miro”.

Resueltamente se paró frente a la pintura y clavó su mirada en la de ella.

“¿Cómo te llamas? —le preguntó—. No contestas ¿eh? Tienes cara de niña inocente; pero eres una buena puta, ya lo veo. Claudio te habrá llenado la cabeza de pájaros sin pagarte nada. ¡De dónde saca dinero, si hasta para tela y pintura tengo que prestarle! ¿Te dijo de la exposición que presentó? ¡Qué desastre! Tuve que abofetearlo para que no terminara igual que Ramón Almarza. Pasó meses sin pintar, borracho, drogado. Después, desapareció, no fue más a la ratonera, nadie supo de él. Nunca me ha contado qué lo decidió a tomar de nuevo los pinceles. Tú eres su primer cuadro después de la crisis. ¡Pobre muchacho! Es necesario que recobre la confianza en sí mismo, aunque sea engañándose cada día. ¡Triunfará, estoy seguro! Tiene talento para lograrlo. Yo más que nadie lo deseo, porque será para mí el triunfo que yo jamás conseguí en nada. Hoy le hablaré seriamente. Ya está bueno que deje de pintar putitas tristes que sonríen de pronto sin que nadie se lo pida. ¿O no? No me dirás que eres doncellita ¿no? Yo las conozco bien a ustedes…, no pueden engañarme ni en pintura”.

Desde afuera le llegaba el rumor de la lluvia, acompasado, pletórico de mensajes ancestrales. Acomodó algunos leños en la chimenea para avivar la llama. Enseguida fue hacia la mesa y bebió un largo trago de la botella.

Regresó a la pintura. La muchacha continuaba seria; pero, cosa increíble, por sus mejillas se deslizaban dos gotas cristalinas. Rafael pensó que era una alucinación, producto del mucho beber o algún efecto óptico por causa de la mala luz de las velas. Entonces, deslizó sus dedos por la tela y la secó; pero inmediatamente aparecieron dos nuevas lágrimas corriendo retrato abajo. Esto produjo en Rafael un rencor mucho más profundo, que le hizo rechinar los dientes.

“Bien decía yo, Claudio no está en sus cabales, si sigue así no sé a dónde llegará. Es preciso ayudarlo y debo hacerlo, porque confío en su talento. Después de todo ¡qué me importa que esta tonta ría o llore como se le antoje!”

Rafael imaginó a la muchacha sentada en el único taburete que tenía Claudio en su taller, las manos juntas sobre su regazo, y esa serenidad que a él tanto le enfurecía. Imaginó al pintor con su delantal manchado de colores, la pipa apretada entre los dientes, la mirada brillante, sordo al cansancio de la modelo, maldiciendo a cada súplica de ella. Lo imaginó, luego, estrujándola entre sus brazos, esparcidos por el suelo la paleta y los pinceles.

De inmediato recordó las veces que Claudio borracho lo trató mal, a él, su mejor amigo. Aún le dolía la bofetada que le dio en casa del Chulo Prieto. Y el desprecio con que acostumbraba a humillarlo ante los amigos del grupo. Pero él todo lo soportaba en silencio. Tenía la fortaleza que nace de las grandes amistades. Y ahora, esta muchacha…

Se confundían dentro de él sentimientos contrapuestos, fuera de todo razonamiento. Un rencor indecible le ardía en el pecho. No se dio cuenta cuando su mano tomó el cuchillo y lleno de furia partió de un tajo el rostro de la muchacha. El ruido de la tela cortada lo volvió a la realidad. Lanzó con furia el cuchillo al suelo, en donde quedó vibrando sordamente, ensartado en la madera.

La muchacha se veía grotesca: le había partido la boca y un ojo, que se perdía en el vacío del corte; pero el otro, negro y grande, despedía un brillo tan maligno y feroz que lo enfureció más aún y lo impulsó a coger con sus manos la tela y tirar de ella con todas sus fuerzas, arrastrando las velas, que saltaron lejos; pero la tela no cedía, y el hombre furioso, levantó el cuadro sobre su cabeza, lo lanzó al suelo y lo pateó hasta quedar exhausto.

En ese instante, sonaron cuatro golpes de nudillos en la puerta. Supo sin ninguna duda que era Claudio. Anhelante, cogió el cuadro destrozado y lo acomodó lo mejor que pudo en las sombras de un rincón.

Mientras se dirigía hacia la puerta, se sintió calmado, alegre, hasta con deseos de reír. Abrió de golpe y quedó estupefacto: ante él tenía un traje azul marino, camisa blanca y corbata. Claudio se había afeitado la barba y sonreía tendiéndole la mano tan formalmente… En un principio se negó a creer que ese fuera el mismo Claudio de siempre. Sólo se convenció cuando la voz varonil, lo sacó de su estupor.

—¿Cómo estás, Rafael?

—Bien… —contestó maquinalmente—. Entra, por favor, entra. Tendrás que perdonar… se cortó la electricidad, a causa del temporal…

—No importa, con el fuego de la chimenea basta.

—Ven a la mesa. Sírvete un trago.

Rafael se apresuró en llenar dos vasos.

—Discúlpame —pidió Claudio—. ¿Sabes? Dejé de beber hace meses.

A tientas, Rafael encendió una vela y la pegó sobre la mesa.

—Estás cambiado… —dijo.

—Sí, y también contento. Creo que por fin di en el clavo… ¡Y todo gracias al amor! No al amor profano que conocemos ¿sabes?, sino al amor de una muchacha pura y sencilla.

—No me dirás que…

Rafael lo miraba sorprendido, con los ojos muy abiertos. Sus piernas, vencidas por el whisky, se negaban a sostenerlo y su cuerpo se bamboleaba con pesadez.

Se sentaron.

—Así es… —prosiguió Claudio— y ese amor me hizo descubrir lo que nunca antes sospeché: un mundo lleno de luz, hermosura, flores, pájaros, música… Gente de nobles sentimientos y buenos principios… Habrás visto la pintura que te mandé… Ahí está la línea, el arte puro, la verdad…

Una repentina furia recorrió todo el cuerpo de Rafael. Se quedó mirándolo con sus ojos de borracho y una mueca despreciativa afloró a sus labios. Sintió, de pronto, que desde algún lugar recóndito de su ser emergía una ira incontenible. ¿De qué valía el talento de Claudio si ahora estaba ante él disfrazado de espantapájaros?

—¡Hipócrita! —gritó, salpicándole la cara con chispas de saliva—. ¿No eras tú quien aseguraba precisamente lo contrario? El arte puro no existe. Todo arte lleva en su esencia un compromiso social, humano, y también la ambición secreta del artista, que desea inmortalizarse en su obra. ¡Ah, la vieja ambición del hombre que anhela ser Dios! Pero tú estás muy lejos de eso. ¿Dónde está tu pintura, Claudio, ese grito desesperado en cada pincelada? No hablo de este retrato estúpido que me has traído. ¡Esta no es tu pintura! Esta no es más que una copia mal hecha de la realidad. ¡Pero no de tu realidad!

—Te equivocas, Rafael —refutó Claudio, conciliador—. ¡Esto es lo que debo hacer! Pintura que todos entienden, que nadie se incomoda en colgar en el living de su casa, y… ¡que se vende! ¿Comprendes? Porque todo se mueve con dinero y no con ilusiones… Mírate tú… ¿De qué te ha valido ser un rebelde contra el mundo? Borracho…, solitario…, metido en esta cueva, mirándote cada día envejecer.

—¡Ah, cuánto tienes, cuánto vales! Te has vendido a la sociedad de consumo que tanto odiabas, y se acabó tu búsqueda de la verdad.

—Estás equivocado, Rafael… La verdad y la libertad están desde siempre en el hombre. Y aquí, tú y yo parados en este mundo, en donde el bien y el mal se manifiestan en cada cosa, porque ambos, siendo contrarios, se atraen, se complementan, conviven dentro del hombre.

Claudio llevaba el compás de sus palabras con el dedo índice, como un maestro amonestando al alumno. Esto enfureció a Rafael de tal manera, que dio un puñetazo sobre la mesa.

—¡Sí! ¡Y aquí estás tú, un rebelde que luchaba contra el mundo, arrastrándote como un gusano con un retrato comercial, sin ningún valor! Sigue así y terminarás pintando marinas y paisajes por docenas para vender a la salida de los bares. Claudio, no puedes fracasar, porque será mi propio fracaso, y para mí será más duro que para ti. Tú sabes lo que ha sido mi vida: amar, sufrir el arte… y yo, sin ningún talento para expresar este mundo interior que me corroe. ¡Soy un simple espectador en donde otros son los creadores! Y ahora llegas con esta… muchacha… ¡Mira lo que hice con la maldita pintura!

Rafael gritaba enardecido. Pero Claudio lo miraba fijamente con sus ojos negros, brillantes y malignos, como emergiendo desde las sombras que lo rodeaban, con una serenidad que produjo en Rafael un estremecimiento que lo enfureció más aún y sin poder contenerse tomó el vaso y le lanzó el whisky a la cara.

Esto hizo despertar a Claudio del embobamiento que le produjo ver la pintura destrozada. Recibió el insulto estoicamente. Sacó un pañuelo y se secó. Después fue hacia la puerta con la evidente intención de marcharse. Rafael se interpuso de un salto.

—Claudio…, perdóname… —Su voz se había dulcificado. Le tomó de los brazos y forcejeaba trastabillando, en un baile grotesco por retenerlo; pero Claudio se soltó de un tirón y le dio una bofetada, que lo lanzó de espaldas.

Rafael lo persiguió gateando hasta el rellano de la escalera y con sus manos a modo de bocina, le lanzó todo su rencor:

—¡Es inútil escapar!... ¡Imbécil!... ¡Estás atrapado en la vorágine de este mundo enloquecido!... ¡Maldito!

Claudio cruzó la puerta del edificio.

Rafael corrió adentro, tomó el cuadro y lo lanzó a la chimenea en donde, de inmediato, las llamas se apoderaron de él. Luego, abrió de golpe la ventana.

Abajo, en medio de la calle solitaria, Claudio, empapado de lluvia, levantó sus puños hacia él y como un loco dio un alarido terrible, desgarrador, taladrando la quietud de la noche, y a Rafael lo invadió una amargura que le hizo soltar un sollozo enronquecido y tuvo la certeza que esa madrugada ambos terminarían igual como el otro triste pintor.

...

LA LÍNEA AMARILLA

Vago por el andén. La frialdad del concreto que forma la bóveda de la estación, me sofoca. Arrastro los pies en las baldosas, mientras observo la línea amarilla que se extiende hasta el final como una pequeña carretera. De pronto me enfurezco al pensar que la línea debería ser roja, roja, roja, por la mierda, roja, igual a mi bufanda, roja, señorita secretaria dígame ¿quién es ahora el encargado de los andenes? Duque, señor, me contesta su boquita pintada, (la-frun-ce-co-si-ta-rica-en-un-be-so-al-ai-re, sus ojos despiden chispas de tornasol), Duque, ¡quién otro!, ¡hágalo venir de inmediato a mi presencia, señorita, (se va moviendo coquetonamente el traserito la yegua, si parece alegrarse de saber que ya nunca más podrá acariciarlo a la pasada), entonces llega Duque con su bigotito de teniente, recortado, pulcro, se inclina, servil, ¿llamó, señor?, mire Duque, ¿cuándo tuvo la mala idea de poner una línea amarilla en los andenes?, ¿es tonto usted?, ¿no se le pasa por la mente que la línea es para indicar peligro al público y, por lo tanto, debería ser roja?, yo creí…, señor…, vaya, Duque, usted siempre tan estúpido, no se le ocurre nada, usted sólo sirve para aserruchar el piso a sus compañeros de trabajo, cuando están más confiados que nunca en su amistad, (sonríe Duque, zalamero, mirándome con sus ojillos de rata), ¿no sabe usted que cuando viene el tren (a lo lejos asoman los ojos amarillos del metro), la gente debe permanecer detrás de la línea?, (los ojos amarillos se deslizan…, dan la impresión de no avanzar); sí, parece cuna por lo suave, ese vaivén tan delicioso me adormece, y sólo percibo el movimiento porque las luces de los costados corren a gran velocidad en sentido contrario; nervioso aferro mis manos a los controles, sin despegar la vista de la gente apiñada al fondo, lista para abordar, embobado no me doy cuenta hasta el último instante del viejo al comienzo del andén (el de la bufanda roja), que arrastra los pies en la línea amarilla, se cubre la cara con las manos, salta, salto, salto, sin pensar en nada, aprieto los dientes cuando escucho la gritería; pero ya es inútil poner el freno, sólo alcanzo a ver la bufanda roja flotar en el aire, (los ojos amarillos ya están encima, un millón de luces de colores estalla en mi cerebro), y dejo que el tren se deslice, se deslice, se deslice, igual que mis zapatos en la línea amarilla, las baldosas pulidas, entonces comprendo que es demasiado tarde para echar pie atrás o poner el freno, porque ya nada tiene importancia.

...

DE ESTE LIBRO

Se terminó de imprimir en diciembre del 2011
en papel bond 75 gm/2
por Editorial ElOtroCuarto

Esta 1° edición alcanzó los 110 ejemplares

TRABAJARON EN ESTE LIBRO

Producción general
Roberto Morales

Diseño portada e interior
Roberto Morales

Edición y corrección
ElOtroCuarto