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El hábito a contraluz

Lucy Mendoza

Ediciones ElOtroCuarto

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EL HÁBITO A CONTRALUZ

Inscripción Registro de
Propiedad Intelectual N° 208.764

I.S.B.N. N° 978-956-345-603-5

De esta edición:
Colección Ediciones Renovables
Editorial ElOtroCuarto
Fono: +56 9 8367 9862

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE
1° edición, septiembre del 2011, Editorial ElOtroCuarto

Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile
y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

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El hábito a contraluz

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“Por cierto que es extraño no habitar más la tierra,
no seguir practicando las costumbres apenas aprendidas,
no dar el significado de un porvenir humano a las rosas
y a tantas otras cosas llenas de promesas;
no seguir siendo lo que uno era
en unas manos infinitamente angustiadas
o incluso dejar de lado el propio nombre
como un juguete destrozado.
Es extraño el no seguir deseando los deseos...”

Rainer María Rilke

*

I

Patiperro escribía en absoluta soledad. Y escribía para olvidar. Yo quiero ver a qué puerto o infierno me lleva esto. Escribo como Patiperro, quiero saber cómo lo hizo y si para mí existe olvido posible. De lo contrario, tendré que ponerme en marcha, y en vez de olvidar, caminar, a ver si caminando puedo atar una hebra de este siniestro en imágenes al viejo encino y luego, caminar sin descanso, para cuando llegue a donde se supone debo llegar, no me quede vestimenta, ni tejido, recuerdos ni sensaciones. A ver si así se me borra el odio, el rencor añejo y mefítico, atroz e implacable de ajustar viejas cuentas que ya nadie pagará, sólo mi alma.

No me vengas con eso de “descansa y perdona”, la dialéctica pasó por mi camino cuando era joven. Ahora tengo más años que la injusticia para esas oraciones de parroquia antigua. Y este odio catervario desea y sabe de cierto filo que navega en el acero que contemplo con desmedido placer. Puedo asegurar que no es cuento viejo. Desde que escribo para olvidar y no morirme, puedo decir con cierto alivio, que la palabra venganza se ha transformado en un rompecabezas de luces que no da tregua a mis sentidos.

“estamos aquí reunidos para unir en santo matrimonio a este hombre y a esta mujer...

si hay alguien que se oponga a esta unión, que hable ahora o calle para siempre...

lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre...”

Ni la familia, ni el sindicato, ni la jornada laboral, ni la iglesia misma...

Todo se destruye siempre desde adentro, del centro, desde su misma esencia y elemental constitución, desde la médula, su proteína original, su idea. Allí está la ignominiosa larva que corroe, desde la primera palabra, la confirmación, los ritos venideros. Todo sucumbe con el tiempo, hasta la fe...

Escribo sinceramente para vengarme. Cuando se odia como yo, se odia con el corazón, la mente y el cuerpo. Sobre todo con el cuerpo, viejo asno cansado que desliza su pesar y agonía por estos pasillos blancos con gente vestida de blanco, con mesas blancas, muros y pisos blancos. Odio el blanco. Siempre odié el blanco. Odio también el negro. No sé si me gustó alguna vez el azul, aunque me gratifica enormemente el verde oscuro, sobre todo en invierno.

Tiempo ha que no veo el cielo despejado. El cielo de los que odian es blanco y tiene soporte y techo blanco. Pero, ¿desde cuándo todo es blanco? ¿Dónde era, dónde, que vi tantos árboles azules? ¿Existirá todavía el amarillo? ¿Será verde aún el trébol y el magnolio? La ausencia de colores es siniestra, desmedida antipatía que te niega la posibilidad de reconocer el tiempo, la ubicuidad de las emociones. Esto puede enfermar a cualquiera. Sólo el gris cambia a veces este tono sanitario con olor a cera brillante. Mi cuchillo era gris, tan gris como el lomo del gato, mi viejo Manuel Pradenas, que vive en las medianeras del sector y vuelve a la hora de la lectura diaria, promediando las cuatro de la tarde.

“sí, hermanos míos, a las cuatro, una hora después de la muerte de Aquel Único, el Primogénito de la Creación, todos los sepulcros se abrieron, y las gentes allí presentes, llenos de espanto corrían por las calles de la antigua Jerusalén, llorando, clamando al Ángel del Señor que una vez más los protegiera con su sangre bendita...”

¿No estará equivocado, señor? esto no siempre resulta fácil de creer. Las escrituras –dicen– son infalibles, como los preceptos litúrgicos que usted me canta todos los domingos, pero dígame: ¿está seguro?...

—Té, por favor, con una rebanada de limón verde. No, no quiero azúcar. Es tan blanca. Déme miel, se agradece. Llévese ese pan integral, es negro… Manuelito, niño mío, hoy seguiremos nuestra lectura del señor Maugham:

“… Un perro le ladró al acercarse a la puerta. No llamó. Dio vuelta al picaporte de la puerta y entró. La muchacha estaba sentada a la mesa, pelando patatas. Se puso en pie de un salto al ver al hombre uniformado.

—Bueno ¿qué quiere usted? —Entonces lo reconoció. Retrocedió hasta la puerta...”

“… con el cuchillo fuertemente asido en la mano—. Es usted… Cochon…

—No te pongas nerviosa. No voy a hacerte daño, mira, te he traído medias de seda.

—Lléveselas y váyase usted también.

—No seas tonta. Suelta ese cuchillo. Lo único que harás es herirte si quieres ser mala. No hace falta que me tengas miedo.

—No tengo miedo —dijo ella…” (p.49).

—Té con limón, endulzado con miel, como usted pidió. Debe tomar estas vitaminas…

—No las quiero. No son vitaminas. Son drogas y para más remate, son blancas. Prefiero las Ginkgo Biloba. Esas son rojas y amargas. El odio es amargo ¿sabe? Llévese esto. Manuelito, luego seguiré con la lectura. Me haré cargo de esta infusión. Tiene un precioso olor a caramelo… imita al color amarillo pálido y eso me es grato aún.

Qué distante me viene esa palabra: Amarillo, Amarillo-Uspallata con su arboleda en otoño; Amarillo-campo de trigo antes de cosechar; Amarillo-choclos cocidos sobre el mantel bordado en la ribera del Mataquito justo encima del bote amarillo río abajo, cuando celebraba mi graduación y ella era feliz con la promesa de un anillo; Amarillo-fragante en días de cosecha del limonero y carretones atiborrados de cajas camino al Mercado de Talca; Amarillo-canario que canta en una jaula, en un corredor de adobe en la casona antigua donde conocí los ojos más hermosos del mundo. Sí, hubo días repletos de sol, de sur, de praderas y recuerdos que parecen cada vez más lejanos y difusos, pero sé que existió ese color, tal cual el color de la renuncia, el sueño y la pérdida...

“debemos saber nosotros que siempre habrá alguien en quien confiar cuando lleguen los momentos difíciles. El Señor siempre proveerá su misericordia...”

¡Cómo que no sabe de estas andanzas, su grandísimo... si todo lo que escribe con el dedo lo borra con la manga de su sotana! Esto traerá consecuencias... ya lo verá...

El filo de una sevillana aparece en mis sueños. Yo quiero volver a tener una. De seguro me será muy útil cuando salga de aquí. El problema sería dónde guardarla. Todos los días, en los dos turnos, me revisan la cama, el velador y la cómoda que son las únicas pertenencias que me sobreviven. La semana pasada sacaron con mucho apuro un ropero antiguo de nogal que me había traído mi madrina desde Chillán. Dijeron que un maestro arreglaría los cajones desvencijados y le pondrían un espejo grande en la puerta principal. Allí habría sido genial guardar una sevillana...

Gris el corte y la empuñadura, como aquella que usé cuando era niño y corté los cables eléctricos, trenzados en improvisada y odiosa horca, que quiso usar mi madre para suicidarse en las vigas del taller, y menos mal que llegué a tiempo, porque mi prima Isolda nunca habría podido con la fuerza, dolor y llanto de esa señora, que lo único que quería era librarse de las palizas que mi padre, un plantígrado boxeador de oficio mecánico y borrachín, le propinaba cuando menos se lo esperaba y sin mediar justificación para ello. Claro, era la usanza. Si era hombre, había que pegarle a la mujer, orinar más lejos que los otros en esas competencias que tú conoces, y acostarse con una puta antes de los 16 años. Yo llevé mi sevillana a la primera cita con una de ellas. Unos tragos rápidos con grapa seleccionada, blanca y quemante, para agarrar valor y luego en el auto con el Pancho y mi primo a donde la Charito. Me “atendió” una chica más bien fea, muy maquillada y livianita de ropa. Inquirió en acento gallego, que si esta era mi primera vez. Dije que me había acostado ya con muchas. Mentía. Será por eso que perdí la sevillana.

De regreso a casa en la madrugada, no tenía absolutamente nada en los bolsillos, ni siquiera la muestra de los tornillos que mi padre me había mandado a comprar a la ferretería esa tarde antes del jolgorio. Mi desazón era azulada y espesa. La primera vez frente a la imagen de media naranja y además de la inocencia perdí una buena ración de estima. Y es que en mis bolsillos había de todo, hasta esperanza. Lamento que esta no haya servido para mi pobre madre. Ella siguió viviendo con mi padre y mi prima nunca más regresó a vacacionar con nosotros desde enero a marzo. Por eso creía y aún afirmo, que la resignación es cosa de mujeres y tiene forma de toronja ácida. Todo aquello que provoca resistencia, que según dicen, estimula nuestra paciencia, es una reverenda estafa. Nunca volverá el tiempo hacia atrás para corregir el momento del error, no se volverá a tener la nueva y última oportunidad de elegir y hacer las cosas de nuevo. Todo sigue “y seguirá su rumbo ya trazado”. De allí el color naranja y su consabida acidez que desde siempre me ha perseguido... Nunca más nadie intentó colgarse en esas vigas porque mi padre en tanto juntó unos morlacos, puso el envigado en fierro y cambió el techo por planchas de zinc.

—“Y al primer infeliz que quiera dejar esta maldita familia, juro por el cielo que lo mato yo mismo con mis propias manos” —gritó al golpear la mesa en ese almuerzo del domingo cuando vino mi primo Canito a visitarnos en su día de franco.

Tampoco volvió mi primo. Cada vez nos quedábamos más solos, más tristes. Y los sonidos del cochino taller, se parecían al encierro que sólo el infierno daba con un yunque y su fragua grande en donde se arreglaban las hojas de resorte para los camiones y dos operarios cumplían funciones de Vulcano. El tecle levantando con sus cadenas la mitad del camión chocado. ¡Ah! Malditas cadenas. Con una de ellas, que había dado de baja luego que no soportó al Mack Ferguson y quebrado el tecle mediano, amarró mi padre a mi hermano menor y lo dejó toda la tarde al sol, sin agua, para hacerlo reflexionar sobre las ventajas que tenía el ir a la escuela todos los días. Ese fue un día gris perla. Allí no sirvió la nueva sevillana que conseguí jugando al truco con don Aclisio, el fragüero más viejo del taller. No había filo que cortara la injusticia y su violento camino.

Él decía que me fuera, que no siguiera aguantando las palizas que nos daban, que el plantígrado estaba loco o para allá iba a pasos agigantados. Nunca me fui. No podía irme, mi único hogar era ese infierno y allí debía permanecer. Quizá por lealtad a mis hermanos y a mi madre. Si hasta los perros se fueron. Nadie quería ese infierno, ni siquiera los pobres brutos.

—Llévese eso, señorita, yo no como carne, menos aún si es cerdo.

—Son las órdenes del doctor. Es parte de su dieta y además debe tomar estas vitaminas.

—¡No me haga cruzar el río con botas, señorita! No son vitaminas. Son blancas. Yo quiero mis Ginkgo Biloba rojas. No deseo nada más. Y soy vegetariano, usted lo sabe de sobra...

Salió rezongando. Pero dejó la bandeja. Esa será la cena de mi Manuel Pradenas, si no llega Patiperro antes de lo esperado. No quedamos en ningún acuerdo la última vez que nos vimos. Ojalá venga hoy. Tengo unas ganas terribles de fumar un puro original de La Habana y sólo él puede conseguirlos en el mercado negro de este edificio blanco, por dentro y afuera, blanco como la leche, los remedios amargos, el recuerdo. Odio el blanco, con su olor a tiza húmeda, su aspecto avasallador y dominante, su jerga espantosa de encierro e impotencia. Quiero fumar un puro. Llenar esta habitación de volutas y humo. Quiero su exquisito color sepia perfumado, la fragancia y el sabor que me conecta con la tierra, tal cual lo hace esta minúscula taza de té y miel, el contacto con lo natural que he perdido irremediablemente cuando me asignaron este recinto que choca de frente al tronco oscuro del encino, que más parece estuviera pintado en la ventana. No hay brisa ni nubes afuera. Acá la bandeja con una menudencia que parece moverse en el plato, entre unas verduras que parecen insectos verdes, el pasillo brillante y solo, los tacones de la señora Opazo y su clon-clon-clon que se confunden con el postre de vainilla que va paseando en su carrito al piso 6. Sí, algo de vainilla tienen los puros habaneros, sabor amarillo, además de recuerdos de otros tiempos que no volverán a menos que yo salga volando de aquí.

—Ni lo sueñes, muñeco, de aquí no vas a salir. Al menos en los próximos veinte años.

—¡Patiperro! ¡Qué genial! ¡Quiero un puro! ¡Mi mano derecha por un puro, sellado y con el dibujito dorado que dice “La Habana”!

—Eso no es problema. Aquí tengo el último que fumarás, así que tendremos que compartirlo, ¿OK?

—Los puros no se comparten, como tampoco el cepillo de dientes, los calzoncillos y la amante. Es personal, tal como tus huellas digitales, tus pedos o saliva...

—¡Pamplinas! En este lugar nada es ni puede ser personal. Fíjate en ese tazón blanco con bordes en tono marrón. Así tan bonito como lo ves, tiene un micrófono y alguien escucha todo lo que dices, hasta tus pensamientos más escondidos.

Ahora sé que me vigilan, me estudian como un bicharraco extraño y siento que el animal que llevo dentro está a flor de piel, casi al filo de mi navaja.

Cae la tarde a raudales por estos pasillos blancos. Estoy cansado tal cual si hubiese cargado yo solo un camión con sacos de cemento. Por eso la fatiga es gris desde entonces. Ese gris contaminado con que construyen casas y cementerios, panaderías e imprentas, edificios donde se esconden delitos, transacciones, tesoros, misterios, vidas privadas, prostíbulos, negocios lícitos y de los otros y todo aquello que no sea definido, ambiguo, establecido por las buenas costumbres, la moral. El color de la formalidad absoluta, de la seriedad más creíble, de la vestimenta correcta para verse correcto y confiable; el color de los portafolios, las butacas del microbús con dirección a Lota, del guardia de seguridad en un banco en el centro de la ciudad, de la portada de revistas pornográficas y de algunos buenos libros ingleses. Ahora sé que la melancolía también es gris. A propósito, ¿dónde habré dejado mi libro del señor Maugham? ¿Y dónde estará don Manuel Pradenas?

“—Debería estar orgullosa de que yo no me niegue a tomar por marido al hijo de una criminal.

Luego, apartando a La Cachirra de un manotón, saltó a la escalera; pero el movimiento reanimó la indignación de la mujer, atontada por los insultos espantosos, y emitiendo un grito de indignación brutal, se echó sobre Rosalía, la tomó de los hombros y la arrastró hasta el suelo. Rosalía se dio vuelta y la abofeteó en la cara. La Cachirra entonces extrajo de su pecho un puñal y, al tiempo que pronunciaba un juramento, lo clavó en el cuello de la niña. Rosalía lanzó un grito:

—¡Madre!... ¡Me ha matado!” (p. 44).

Nuevamente regresa la señora Opazo, insistiendo con su nariz aquilina que el humo no es imaginario y que he estado fumando porquerías que lo único que hacen es perforar los benditos pulmones y contaminar el medio ambiente sagrado que las sagradas escrituras han concedido a la humanidad como patrimonio también sagrado y que yo destruyo irresponsablemente. ¡Patrañas! No sabe la delicia que te embarga el cuerpo entero cuando disfrutas ese humo con su transición al cuarto cielo...

—¡No me venga con sus pataletas infantiles, mire usted! Se va a tomar estos remedios le gusten o no, al final, es usted quien se perjudica si no obedece al doctor Aldunate, tan buena persona, y tan dedicado que es el caballero y tanta paciencia que tiene con usted...

—¡Qué paciencia y ocho cuartos, señora! Aquí todo anda al lote y todo lo remedia usted con sus pastillitas blancas que lo único que hacen es ponerlo tonto a uno. ¿Por qué no se las toma usted a ver qué siente? ¡Seguro le mejora el genio endiablado que tiene!... ¡Lárguese, ya no me importune más!...

Me miró con ira y dardos de fuego salieron de sus ojos. No me dejó ni la merienda de la noche. De paso, antes de alcanzar el umbral, tomó mi libro y lo lanzó con rabia sobre la cubierta metálica del carrito condenado, y su condenado clon-clon-clon desapareciendo por el condenado pasillo.

No sé qué pasó con el puñal. No sé qué le sucedió a Rosalía en el texto que leía hace un momento. La insistencia de las cuchillas, su figura helada, su filo genial y experimentado, la comodidad de su empuñadura, el enorme poder que genera usarlo como arma y luego instrumento cotidiano y doméstico. La vida es un cuchillo que te corta en secciones diminutas, la alegría y el refrigerio, tristezas e infortunios. Dulce brillo su hoja que tantos mundos comprime y desata...

“estamos nuevamente aquí reunidos para despedir a nuestro hermano, cuñado, amigo, consejero, y retornado político, al lugar del que no se regresa jamás. Que hayan sido perdonados sus pecados, borradas sus culpas, expiadas sus faltas inconfesables. Que sea recibido en el paraíso y su alma encuentre –por fin– la paz del Señor...”

Fue la primera vez, recuerdo. No sé si empezaba o dejaba de ser médico, pero algo bueno y grande moría lentamente en mi alma. Me sacaron de la puerta de mi consulta cuando estaba cerrando, justo cuando el gris perla pasa a negro, una pequeña acentuación grave, un tinte sutil haciendo presión entre las luces finales del atardecer. Había llegado la noche, lo absolutamente obscuro, tal como los pensamientos malignos y las amenazas, los garabatos y el amedrentamiento. Y era también una metáfora que permaneció abierta durante muchos años. Tuve que entrar a la camioneta roja sin oponer resistencia ni hacer preguntas, según dijeron. Fui yo frente al miedo. Amordazaron mis manos con una bufanda negra y un pullover mugriento sirvió de improvisada capucha. Tenía una pistola en la cabeza y los tipos, de riguroso negro, que me llevaban como un borrego, gritaban cosas que yo no entendía. De repente todo se puso negro o naranja o fandango. No recuerdo cuánto tiempo pasó, sólo que estaba muy cansado. Nos detuvimos algunas veces, de seguro que eran atochamientos, bocinazos y palabras de látigo entre automovilistas, sin duda, los condenados semáforos con sus intermitencias poderosas. Luego el frío con sus cuchillos siniestros y el tiempo que se marchitaba y ya no supe cómo medirlo. Me perdí. El camino se hizo difícil, saltábamos con los baches y volvieron los gritos. Una curva cerrada, patinábamos en el asfalto y luego la frenada brusca. Salimos todos de la camioneta. Un sonido a madera vieja, a portón desvencijado, los pasos que me obligan a dar en la nieve, el frío inmenso como miedo y luego los peldaños que subo de repente hasta el umbral, ayudado por dos hombres. El calor en el rostro cubierto al abrir la puerta y las voces ya son muchas. Entrábamos en tropel. Me tiraron sobre una silla y comenzaron los golpes...

• —Voh sabí too... así que cantando...

• —señor, escúcheme... no sé qué quiere usted, no sé por qué me pega... dígame qué hice...

• —no te hagai el güeon. Te hemos vigilado todo el tiempo. La semana pasada atendiste a uno llamado Valverde. Es tu socio. Dime dónde está...

• —se equivoca... no conozco a nadie con ese nombre, apellido, lo que sea... yo no tengo socios, trabajo solo desde hace muchos años... soy médico, ¿sabe?...

• —no seai grupiento, doctorcito, sabemos todo. No tenemos ni un pelo de tontos. Así que a cantar la milonga arrabalera... antes que se me arranquen los chanchitos pa’ la línea...

• —le juro, no entiendo nada... usted me confunde con otra persona... por favor, no me pegue más... yo no sé...

• —déjalo, Linaza. Sácale la capucha y anda con El Corcho a buscar al otro tío. Mire, doctor, yo no quiero ser maldito con usted... pero aquí me va a decir todo lo que yo quiero saber, bien rapidito y con buena letra, porque detesto perder el tiempo... ¿me oyó?...

• —sí, señor, yo entiendo, pero usted no me entiende a mí... yo no conozco al hombre que usted busca... seguro es una confusión, eso, me han confundido con otra persona, eso, es alcance de nombre... eso...

• —no, doc. Usted atendió el martes 20 del corriente, a eso de las 18:00 hrs. a un hombre blanco, de bigote y con lentes, que vestía de civil, de más o menos 60 años, algo gordo, bonachón... ¿le refresca algo la memoria?...

• —discúlpeme... yo atiendo a muchas personas... soy cardiólogo... no recuerdo el atuendo de todos mis pacientes...

• —este paciente es muy especial, doctor... es un sacerdote... de habla muy dulce, bellos gestos y modales... y lleva un crucifijo colgado al pecho, tal cual fuese una medalla al buen comportamiento...

• —no tengo a nadie con ese oficio... ¿sabe?... recuerdo, eso sí, que tengo a profesores, abogados, cocineros famosos, policías y demás... pero nadie nunca me ha dicho que es sacerdote... créame...

• —le creo... es evidente que escondió ese detallito o le dio otro dato... ¿cierto? ¿y el apellido Valverde, le dice algo?...

• —no, no creo, no me es familiar... si fuera mi paciente... créame... recordaría su nombre... es imposible no establecer vínculos afectivos con personas que confían en mi trabajo, que me respetan por lo que sé y por lo que hago...

• —claro, eso es entendible... yo lo entiendo... ¿lo entiendes tú, Donaire?...

Intenté abrir los ojos, pero no me obedecían. Algo caliente descendía por mi cuello y sentía un dolor agudo en el vientre. El silencio reinante comenzaba a desesperarme y la luz que descubrí estaba en mi cara, me daba fatiga. La fatiga es gris al comienzo, y luego es negra. Aleja y acerca las voces, las figuras, todo da vueltas y nada es lo que parece. El lugar se estremece por la apertura y cierre de puertas, siempre en golpes bruscos, como los puñetazos fieros sobre la carne frágil. La fragilidad es blanca, efímera y siempre en renovada composición...

• —Oiga, doctor, aquí le traigo un nuevo paciente... claro que está más pa`l patio de los callao’s que pa` este... así que haga lo que pueda antes que se convierta en fiambre...

• —discúlpeme usted, pero no veo casi nada, y me siento muy maltrecho... y tampoco tengo instrumental médico... y este lugar es insalubre...

• —no hay problema, doc. Aquí tenemos de todo, si no lo inventamos... este lleva acá unos días y bien cooperador que resultó, viera usté... bueno, revíselo no más...

• —Oiga, yo no sé bien como ayudarlo si usted no me dice qué siente o dónde le duele... no quiero problemas... no le conozco... ya tengo bastante con la paliza y la confusión que arrastro...

• —me duele todo, hasta el pelo, qué quiere que le diga... han dicho que me llevarían a ver un doctor, parece que me hubiera atropellado un camión cargado con sacos de cemento... me siento en verdad muy mal...

• —empiece diciéndome su nombre y por qué lo han castigado tanto...

• —me conocen por Patiperro y trabajaba en una Parroquia... me agarraron una noche cuando me di una escapadita con unas amigas, usted entiende, y dijeron que yo estaba coludido con un hombre en un asunto bien turbio... mire... no sé... y me han pegado tanto que ya me estoy poniendo tonto...

• —así voy a terminar yo también... me dicen que soy socio de un tal Valverde... ¿lo conoce usted?...

• —sí, es él... el curita de la parroquia... pero no sé por qué lo acusan de esas cosas... aunque él me dijo un día, cuando se afeitaba a la navaja, que vendrían momentos tristes, como pesadillas siniestras que no dejan despertar... estos son los días grises que vaticinó...

Días grises por venir.

Otra vez enfrentado a los edificios también grises, al asfalto oscuro, los kioscos atochados de noticias terribles y negras. Este encino tan grande entrega demasiada sombra, justo cuando no la necesito. Nunca da el sol en mi ventana, tengo que imaginarlo y apenas puedo espiar a mis vecinos de enfrente, justo al quinto piso, los del 508, donde han corrido la cortina primaveral de flores para que entre el aire fresco, y la parejita que lentamente se desviste y abraza como serpientes en celo. Se han desatado piel e instintos en un frenesí contagioso. Se ve que son jóvenes, delgados como árboles y están ardiendo en su hoguera dulce.

(Delicia mía, si tan sólo pudiera una vez más retener esa fragancia a lejano invierno y vino tibio que encontraba en tus brazos, si tal ventura fuera posible y mi odio desistiera con su arranque maligno y olvidara la sombra del encino ese tan cerca del cielo... Delicia, tan delicada delicia, en su cadencia que a la revancha me empuja sin remedio...)

Entre lo gris de siempre, este es un memorable momento amarillo, apto para cantar “crazy little thing call love”, el móvil para la perpetuidad genial de las pasiones. Y qué será lo que viene, digo yo, el espectador voyerista, el profano que santifica debilidades ajenas, el envidioso sublime que mira y contiene al tiempo, que todo lo avasalla, el colorista que decanta matices y tonos buscando el color verdadero de la esperanza...

• —Aquí no tenemos esperanza, doctor. No me salve, es mejor morir. No vale la pena tanto sufrimiento... es la psicología que usan... nos dejan solos un momento para que reflexionemos y luego vienen a pegarnos de nuevo...

• —no me diga eso, es mi deber, no puedo hacer otra cosa, entiéndame, yo hice un juramento, y aunque no la paso mejor que usted, debemos mantenernos vivos... al precio que sea...

• —¡cómo es posible que usted diga eso, doctor! Nunca nos dejarán salir de aquí... aunque encuentren al hombre aquel... nos matarán... y nada cambiará eso...

(Es invierno y su enojo chispeando crepitar el agua en charcos por la calle solitaria. Se teje un hilo el humo del cigarrillo tejido a otro hilo de espera tejido a intermitencias de estrellas por entre el frío y las nubes amenazantes. ¡Oh! Si fuera sólo esta la única amenaza. Fue en ese instante que Sísifo pasó a mi lado con su enorme piedra rodando por O`Higgins camino a El Monte.

—Prepárate para la tuya —me dijo en tono resuelto.

—¿Y cuál es mi crimen? —le grité mientras se alejaba.

—¡No olvidar! —contestó.)

La lluvia desde entonces es una poderosa carga de recuerdos, de dentro y fuera del cuerpo. Y como apuntara el poeta, no todo está perdido, pese a todo y a nosotros mismos, nos queda “el ánimo invencible, el proyecto de venganza, el odio inmortal y el coraje que jamás se somete o cede”. Sépalo de una buena vez: usted nunca será perdonado. Mi rencor encendido lo perseguirá como una sombra implacable y mi odio será su peor pesadilla. Sépalo, algún día he de encontrarlo. Y sea la hora en que lo halle confesado...

• —Pero qué bien, ya se han hecho amigos... Linaza, llévate al doctor a la otra pieza... quiero conversar un ratito con el Patiperro... Bueno, aquí estamos... dime dónde se escondió Valverde, alias El Carabina... así nadie te pondrá ni un solo dedo encima y te vas para tu casa tranquilito... ¿OK?

• —mire, yo lo vi por última vez el domingo de ramos... en la misa... luego salió con los feligreses a la calle y allí lo perdí... no he vuelto a verlo... no sé cuántos días llevo acá... estoy perdido...

• —y estarás más todavía... dime... qué sabes de sus otras “actividades”...

• —pero si ya me lo han preguntado tantas veces... yo no sé nada... nunca vi nada extraño... nada... que pudiera dar la idea... de otra cosa... por favor, no me pegue más... se lo suplico...

• —bueno, tú te lo buscaste... —“entonces extrajo de su pecho un puñal y, al tiempo que pronunciaba un juramento, lo clavó en el cuello de... Patiperro”. (p.44).

• —¡Nooooo! ¡¡No es justo... usted no tenía que matarlo!!... ¡¡¡este hombre era inocente!!!...

• —no se meta, doctor... aquí nadie es inocente... cumplo mi trabajo... a mí me pagan para darle cacería a ese maldito que se esconde entre sotanas... y lo voy a encontrar cueste lo que cueste...

• —usted no tiene perdón... yo... tampoco sé nada y me matará para cobrar su sueldo... su maldito y cochino sueldo...

• —“Bueno, ¿qué quiere usted?”

“Santa María madre de Dios ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte amén”.

A este no lo salva ni el Papa. “Aunque no te guste y no creas, ten la certeza que mi fe es una admisión distinta de la virtud que todos proclaman en los púlpitos, como evangelistas borrachos de Biblia e himnario”. Es lo único que faltaba, viejo hipócrita, que tuvieras tu propio reglamento eclesiástico y te comieras las ovejas que el Pastor te encomendó proteger. Por eso vas a arder en el mármol del infierno...

Desperté mal herido en las afueras de la ciudad. Unos bomberos me trajeron al hospital. Pasado un buen tiempo, busqué la dirección que encontré en un sucio papel al fondo de mis pantalones. Era la casa de Patiperro. Los vecinos del lugar lo describieron como un hombre sencillo, que leía muchos libros y que en las tardes se reunía con sus amigos a la sombra de una cerveza rubia. En su casa tenía fotos enmarcadas que hablaban de hermosos lugares del mundo. Me llamó poderosamente la atención aquella donde salía en la Torre Eiffel, abrazado a una mujer más bien fea de aspecto, muy maquillada y livianita de ropa. Se veían jóvenes y enamorados. Al pie tenía la inscripción: “fragancia a lejano invierno y vino tinto... París... 1973”.

“descansa en el descanso eterno de Dios, y apareja, cuando llegues a su reino, un lugar para nosotros, y así estaremos siempre con el Señor...”

* * *

Justo mañana viene la Angelita con su mechón negro en medio de su rubicunda cabellera a visitarme después de clases. Ella siempre me trae el diario y lo leemos juntos en medio de la conversación siempre tan amena. Estoy buscando en esos textos cotidianos y terribles, aquella noticia que ha de repetirse nuevamente uno de estos días. Es un presentimiento extraño. Cada vez que miro a la ventana que da a la calle, y veo lejanos los autos y las personas con rumbos diferentes, me pregunto si saldrá hoy la noticia. Cada vez es más honda la indiferencia y la desazón. A este paso, se cumplirá lo que dijo Craviotto una vez, hace muchos años, “nos amaremos los unos a los otros cuando ya no existan lo otros”. Y esta señora jodida que se llevó mi libro favorito. ¡Cómo puede ser esto!

—¡Angelita, cómo está la niña más linda y estudiosa del mundo!

—todo bien, pero lamento no haberte traído el diario. No me lo vas a creer, pero esto es de locos: justamente hoy no hubo circulación de diarios, ni revistas, y ni siquiera nos dieron La Hora en el metro. Créeme, es cierto.

Salté de mi asiento, saltó don Manuel cayendo en sus cuatro patas y desapareció por el pasillo. El vaticinio se cumplía... estos son los días tristes como pesadillas siniestras que no dejan despertar...

En el noticiero confirmaron que se trataba de una banda de sicarios que al perseguir al Carabina, habían cometido “algunos excesos”, según dijeron. Hubo muertos y desaparecidos. Algunos hallazgos de cadáveres en vertederos y casonas abandonadas. Los retratos hablados que publicaron los medios de comunicación, puesto que nunca mostraron las fotografías de esos tipos, eran sin duda, rostros piadosos, que incluso podrían en este momento estar tomando sobre sí, las confesiones del mundo pecador. De uno y otro lado, el bien o el mal, tiene fisonomía engañosa. No te fíes, es peligroso. Cuidado a tu derecha y a la siniestra, porque no sabes “de dónde viene la bala”.

—Pero no te pongas así, no es para tanto. La otra semana te lo traigo y listo, tío, estás peor que esos predicadores evangelistas que gritan atrocidades en las esquinas. La escatología pasó de moda, entérate —acotó en tono doctoral.

—no me refiero a esos discursos que provocan prurito hasta en el trasero, sobrina. Lo que yo digo es otra cosa, es reencontrarme con recuerdos tan añejos y que me asaltan de repente...

—dime qué lees y te diré cuán loco estás, tío.

—bueno, la filosofía es mi debilidad, pero estoy leyendo a algunos ingleses muy interesantes ¿te acuerdas de esos cuentos de Somerset Maugham que leímos el año recién pasado? “Hijos de las Circunstancias”, bueno, es mi libro de cabecera en este momento y por supuesto, buena narrativa chilena, como la obra completa de nuestro Baldomero Lillo. Incluso, la hermosa antología de cuentos que me regalaste para mi cumpleaños. Yo leo todo, hasta las penas...

—pero dudo que la literatura chilena te aconseje tan mal, tío. El mundo es un poco más viejo de como lo vemos porque el tiempo envejece todo, incluyendo todo lo bueno. Entonces, este siglo está caduco, marchito y arrugado...

—no me vengas con eso, sobrina, que yo tengo la edad de la bestia...

—tienes una mezcla espantosa de recuerdos en tu cabeza, tío. Tú estás enfermo de pasado. Y no olvides que con el pasado suceden al menos dos cosas: algo se esfuma, y lo otro se va anquilosando en forma de memoria funesta...

—siempre el pasado, con su inmenso sombrero oscuro y guirnaldas amarillas que el viento lanza al abismo... Vámonos de aquí, hijita, hace frío. Los recuerdos son helados, no lo olvides...

Claro, cómo olvidarlo. Vivo temiendo a diario que la señora esa apague la calefacción, me envenene con su sopa misterio, llamada así porque nadie sabe de qué rayos está hecha, me quite las cobijas de la cama para –según dice– lavarlas y quitar ese olor a “insano desvarío” que acusa yo tengo... Con suerte me quedan pijamas de franela. Son dos, pero algo es algo. Tenía más ropa de invierno, pero de poco en poco ha ido desapareciendo. Nunca regresa de la lavandería que huele a cloro y amoníaco. No me importa mucho. Así no me tengo que bañar tan seguido...

• —Escúchame bien porque no te lo voy a repetir: vas a tomar un regio bañito de agua fría y luego te voy a acomodar en una camita muy especial, algo fría, lamentablemente, pero no hay otra cosa... ¿qué le parece, al príncipe? Pero seguro que me dirás todo lo que quiero saber...

Sólo sé que fueron muchas descargas, mucho peso y dolor físico, también mental. Era como si apagará la luz, cerrara los ojos y hubiera pasado un año entero, pero no, estaba allí de nuevo, tendido en ese camastro de malla metálica que todos llaman parrilla. Me había orinado. Rezaba en voz medianamente alta. A veces sólo musitaba. Los estertores de mi carne helada confunden los pensamientos, retuercen mi memoria, y los recuerdos son azotes grises, chispazos intermitentes entre el momento que desaparece y pierdo el sentido...

Estos momentos son de marcado acento verde esmeralda. Sólo esta calle no tiene nada de Esmeralda o de Hortensia, más bien color de sepulcro, color y olor a humedad, a feria, a ganado, charcos sin peces. Tiene olor a días insistentemente copiosos, olor a lunes, a martes, miércoles, olor a sábado, a fin de semana, trabajo, fatiga, desazones, tristezas, pasto de jardines, pestes por llegar. Estos días tienen sus pies apoyados al suelo de lo que vendrá. Se yerguen y le crecen pulmones que desaparecen al llegar la noche y le regresan a la mañana siguiente como si fuera una maldición. Es por ello que existe el aire con su diabólica tonalidad de colores que de un tiempo a esta parte, se han tornado en los peores verdugos. Se apoderan de mí, me flagelan y sumen en el más agónico de los delirios...

Las raíces de todos los días que vivo llegan a morir a la superficie de mis tormentos. Vienen de un lejano viaje, como extrañas ballenas oscuroluminosas que se equivocan de arena y puerto. Vienen de una dimensión de animales olvidados con terribles hocicos abiertos y jadeantes. Emergen como de un sueño, vulnerables, buscando el hueco de mis brazos enlazados a fuerza a esta realidad huidiza que siempre quiere irse de mí. Yo sueño, entretanto, con la profundidad de la arcilla clara, la persistencia de la Roca, que desde el púlpito dicen que es la imagen de Cristo, la eterna efervescencia de la atmósfera mundana que no sabe que le queda poco tiempo, para dejar de ser yo con mis mortales angustias, añoranzas de bosque y lejanía, mascullando recuerdos y abismos. La tierra con su boca llena de ríos y lengua de raíces, canta otra vez la añeja canción: la existencia tiene una sola madre, el abismo, expectante, morado y abierto. Sólo yo sé que la raíz es más empecinada que el cielo...

“es que tienes que volver sobre tus pasos, registrar tus libreros llenos de libros y polvo, siempre haces tan mal el aseo, esto parece un chiquero, un gallinero de patos y gansos, si sólo aprendieras a levantarte más temprano, distribuir mejor tu tiempo, concluir el sinnúmero de trabajos que tienes, creo yo, te quedarían varias horas para que las dediques a tus escritos. Olvidé decirte que llegó correspondencia: del sur seguramente. Dejé el sobre en tu escritorio marrón, cuarto cajón, carpeta transparente...”

Patiperro tenía entre sus cosas varios cuadernos escritos y libretas de apuntes en sus frecuentes viajes. Había sido marinero en un buque mercante y en altamar se hacía tiempo para ensoñar y escribir. Separado de su mujer, vivió algunos años en México y Colombia. Llegado a Chile, encontró hospedaje en la parroquia donde su primo era sacerdote. Entre homilías, fraternidades y el silencio de la capilla, llegó Patiperro a descubrir su nombre verdadero, la trayectoria de su historia familiar e incluso la fe perdida. Y allí escribía, como condenado, como si se le fuera la vida en ello. Me habló de eso cuando estábamos prisioneros y me hizo jurarle que buscaría sus textos y vería la forma de publicarlos, claro, si sobrevivía. Ese es mi nuevo trabajo. Y cuando abro sus apuntes, en ocasiones aparece su figura en los muros. Las conversaciones que sostenemos son la genialidad misma y me da la grata impresión que lo conociera de toda la vida. Si he de llamar amigo a alguien, en el amplio espectro de los antiguos filósofos griegos, sé que este era Patiperro. Y en honor a él, he comenzado a vaciar mis recuerdos y escribo como un enajenado para lograr algo de sosiego. No creo en casualidades y la escritura se ha tornado una salida, una catarsis, quizá la última oportunidad que me reste. Si he de salvar algo, que sea una porción de mi memoria, aquellas palabras que pronunciadas evoquen, rescaten y perpetúen lo único bueno que pasó por mi vida triste, antes que se cumpla el siniestro designio de Cathaphilus: que cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo, sólo quedan palabras... Al final de todo el relato sobrevive una sola palabra, algo incoherente, marchito, pero de mi exclusiva propiedad, y es esa la que llevaré como único equipaje cuando me escondan bajo 3 metros de tierra..

* * *

Fue un día de esos que llegó mi Angelita a verme. Me encontró animado y fuimos a visitar a mi viejo amigo Aldunate. Por seguridad mía, pero más por la de ellos, acepté vivir en este edificio blanco. Me han dicho que la paz es blanca, por eso la odio. Aquí me visita Patiperro desde entonces, fumamos puros y tejemos diálogos que duran días enteros. Siempre me trae noticias adelantadas, por eso sé antes que el noticiero lo que acontecerá con semanas de anticipación. No es nada grato en algunas ocasiones.

Escritorio Marrón

Cuarto cajón

Carpeta transparente:

“Para cuando recibas la presente, estaré en Hamburgo. No queda esperanza alguna después de tu lucha. De una u otra forma ya estás muerto, precisamente porque no sólo se muere el cuerpo. Se murió tu idea de vida y desde allí la muerte se apropió de nuestros proyectos. Por lo que a mí respecta, en la vida que me queda, vivirás en mi mente cumpliendo un luto que yo no pedí. Tu lejanía de mil formas, me destina a este éxodo. Descansa y perdona. No lo quiso el destino. Adiós”.

Hoy saldré por la tarde. Invité a mi sobrina, que parece más mi hija, al concierto semanal del Teatro de la Chile. Tocarán el Concierto de Aranjuez y la Séptima de Beethoven. No sé bien qué me pondré, sólo tengo un impermeable verde musgo y esta vestimenta de chalado. Hace frío, siempre tengo frío y dicen que son los efectos secundarios y retardados de los tranquilizantes. Mejor así. Mi calma es augurio de buenos momentos...

—¡Qué lindo, tío, es una belleza el concierto!... Tenemos que venir más seguido...

—claro que sí, hijita. Vendremos el próximo fin de semana y te enseñaré a oler la música...

—tú y tus locuras, tío... Lo único desagradable fue el tipo que se sentó a mi lado. Un hombre blanco, de bigote y con lentes, que viste de civil, de más o menos 60 años, algo gordo y bonachón, que me molestaba con el codo, por eso me apegué a ti, pero no quise distraerte... te veías tan feliz....

—¿por qué no me lo dijiste en el momento?... Te habría protegido y encarado a ese sinvergüenza...

—Tío, ahí está el hombre, lo reconozco... me mira con ira y dardos de fuego salen de sus ojos.

—¿Dónde está, sobrina?... Señálamelo...

—En este momento camina a mi lado, tío, el de traje negro, con guantes negro y un cuchillo en su mano... ¡¡Tío, ayúdame... se mueve muy rápido... no alcanzarás... a detenerlo... no... Tío!!...

—¡Usted, maldito... suelte a mi sobrina... ella no le hace daño a nadie... es inocente... maldito seas... maldito Carabina... al fin te tengo en mis manos... pagarás por todo el daño que has hecho!...

—Es demasiado tarde, como puedes ver. Sí, aquí he decidido que moriré. Y por tu mano. Cóbratelas. Cóbramelas todas, así descansarás de tu odio y yo descansaré de esta vida mísera...

—No tienes perdón... maldito, mil veces maldito... —“pero el movimiento reanimó la indignación... del hombre... atontado por los recuerdos espantosos, y emitiendo un grito de indignación brutal, se echó sobre El Carabina...” (p.44).

—¡Qué sabes tú de perdón! ¡Eso es! ¡Destruye lo que represento! ¡Asesina, tú también asesino, mísero! ¡Este será mi fin y descanso!

Mi vieja sevillana oscurecida de sangre, oscurecida de odio y venganza corta con destreza el cuerpo de mi oponente. Lo veo caer moribundo, proferir algunas maldiciones... gesticular ciertos movimientos ya sin fuerza. Yo estoy de pie, sudoroso y frío, el impermeable con manchas y rodeado de personas que me miran con espanto. Cae la noche con su abismo. Yo soy un abismo por donde pasan en orden y lentitud, las mil facetas de mi vida. Vuelve mi infancia triste y desvalida. Vuelve mi viaje al sur, el río Mataquito en mi día de matrimonio, con sus colores amarillos veraniegos, la muerte de ella en el agua inmensamente despiadada, que la lleva lejos de mi vida y hacia un abismo insondable de donde nunca podré sacarla. Y otra vez los textos leídos y los apuntes de Patiperro pasan como un atiborrado guión de palabras y gestos moribundos...

Vuelven los colores en toda su gama a brillar en mis ojos cansados. La hermosura titilante y febril de los matices, es la hermosura de lo ya vivido. Estoy satisfecho al fin...

Mi sevillana y yo somos una rueda que cae al suelo manchado, el tiempo detenido, los dos cuerpos tendidos, el cansancio enorme que me embarga. Siento las voces que llaman a una ambulancia, a la policía, a que “hagan espacio, personas heridas...”, “Tío, por favor, resiste, hazlo por mí, eres como mi padre, no te mueras”. Y su llanto se adosó a mi memoria como un velo amarillo.

Todo se obscurece. Me siento liviano y la mente por fin encuentra su centro. De repente todo es silencio y claridad, como si una luz gigante me llenara de una extraña alegría. El tiempo deja de marcar sus efectos. Una voz conocida me invita a incorporarme... Nunca antes me había sentido tan liviano, casi transparente o algo así.

—Amigo, “por cierto que es extraño no habitar” otra vez en los lugares comunes... Véngase conmigo... Aquí seguiremos platicando...

—Patiperro, qué genial... Tengo tantas preguntas que hacerte... Ha sido tanta la soledad... tanta la escritura en un lenguaje extraño que quiero me expliques...

*

DE ESTE LIBRO

Se terminó de imprimir en septiembre del 2011
en papel bond 75 gm/2
por Editorial ElOtroCuarto

Esta 1° edición alcanzó los 110 ejemplares

TRABAJARON EN ESTE LIBRO

Producción general
Roberto Morales

Diseño portada e interior
Roberto Morales

Edición y corrección
ElOtroCuarto